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CÓRDOBA
Jueves, 14 de abril de 2005

SOCIEDAD
EDICIÓN IMPRESA - Religión
Corasón, corasón, corasón

Corasón, corasón, corasón
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El cachondo de Dan Brown, poco escrupuloso de las precisiones geográficas, sitúa la sede central del Opus Dei en Lexington Avenue, que es algo así como trasplantar el Pentágono a la comisaría de la calle Leganitos; también adereza sus intrigas con «monjes» de la Obra, confundiéndola quizá, en pleno delirium tremens, con la orden benedictina. Pero la pobre gente alienada se traga estas mentecateces y se queda tan pancha, convencida además de haber accedido a una forma de conocimiento superior. Decididamente, Chesterton tenía razón: se empieza dejando de creer en Dios y se acaba creyendo en cualquier cosa, incluidas las paparruchas seudoesotéricas y la morralla que injuria las imprentas.

Hace una mañana exacta como un verso del Dante, la primera después de tantas mañanas sin más rima que la establecida por la lluvia. Cerca del hotel donde me hospedo, en Via Bruno Buozzi 73, se halla la verdadera sede del Opus, conocida como Villa Tevere, un edificio menos suntuoso de lo que mi imaginación, tan calenturienta, había presagiado. Me he citado aquí con monseñor Joaquín Alonso, un sacerdote que contribuyó a engrasar el español un tanto oxidado de Juan Pablo el Grande en los albores de su Papado. Monseñor Alonso, secretario del Prelado Javier Echevarría, como anteriormente lo fuera de Álvaro del Portillo, es un septuagenario enjuto y todavía ágil que no ha logrado desprenderse, pese al medio siglo de éxodo romano, de su acento sevillano; habla con una celeridad que hace inútiles los esfuerzos de este cronista por transcribir sus palabras, en una ventolera de frases que brincan como saltamontes de uno a otro asunto y se encaraman en el trampolín ameno de la divagación, omitiendo aquí y allá algún sujeto o predicado, hasta convertir su monólogo en un delicioso mogollón. Monseñor Alonso viste una sotana que adelgaza aún más su figura; es un hombre inquieto, vivaz, que no deja de remejerse en el sillón orejero que ocupa durante la entrevista, seguramente porque preferiría estar de pie, bailando al ritmo de su sintaxis premiosa.

Por escrito y en polaco

«Conocí al cardenal Wojtyla en un curso de conferencias que organicé en la Residencia Universitaria Internacional. Era un hombre vigoroso, de una simpatía contagiosa y una fe firme como una roca. Me permití solicitarle una entrevista sobre el sacerdocio. Él por entonces hablaba todavía un italiano defectuoso, comiéndose los artículos; me prometió que contestaría mis preguntas por escrito y en polaco. Cumplió su promesa: en el texto manuscrito que me envió al cabo de varias semanas, figuraba en el encabezamiento de cada página una frase alusiva a la Virgen, o un versículo inspirador: su pensamiento iba siempre unido a la oración», rememora don Joaquín. Me ha tendido unos folios en los que rastreo la caligrafía espaciosa y decidida de Wojtyla; algunas tachaduras rectifican, aquí y allá, el hilo de su discurso. «Para los años 77 y 78, las comidas del cardenal Wojtyla con monseñor Álvaro del Portillo y conmigo mismo eran ya relativamente frecuentes. Luego, cuando lo nombraron Papa, me eligió, junto a monseñor Abril, actual nuncio en Eslovenia, para recuperar su español, que había aprendido leyendo a los místicos, durante sus estudios doctorales en el Angelicum. Era un superdotado para los idiomas; no tenía miedo de equivocarse, diría incluso que aprendía equivocándose. Yo le advertía: «Como buen sevillano, seseo; tenga en cuenta Su Santidad que aunque yo pronuncie corasón y saserdote, lo correcto es decir corazón y sacerdote». Pero él gustaba de repetir: corasón, corasón, corasón».

Y el Papa perseveraría en el seseo, incluso durante la lectura de sus discursos, cada vez que viajaba a un país de lengua española. «Mientras preparábamos su viaje a la Conferencia con el Episcopado Sudamericano que se celebró en Puebla, en enero de 1979, me propuso don Álvaro que le regalase una casete con canciones populares mejicanas, La Morenita, Chapala y tantas otras; cuando fuimos a visitarlo al Gemelli un par de años después, mientras se recuperaba de la infección que lo volvió a postrar en cama tras el atentado de Alí Agca, descubrí con emoción que entretenía la convalecencia escuchándolas». Monseñor Alonso, entre el barullo de recuerdos que van y vienen, rescata el sentido del humor que galardonaba al Pontífice: «En cierta ocasión, al entrar en sus aposentos, reparó en mi calvicie. «Don Alonso -me dijo con ironía-, ¿ha reparado usted en que se está quedando sin pelo? Vamos a darle la bendición, a ver si le vuelve a crecer». Y, desde ese día, antes de comenzar las clases, me besaba la calva. Pero ya lo ve... -don Joaquín suspira y se pasa la mano por el cráneo desguarnecido-: Ni los besos papales obraron el milagro».

Como todos los domingos

Las anécdotas fluyen por los labios de monseñor Alonso como ráfagas de ametralladora: «Don Álvaro del Portillo me pidió que le llevara al Papa un vídeo divulgativo sobre la Obra. Unos días después, lo sorprendí partiéndose de risa mientras lo contemplaba: en la pantalla del televisor, transcurría una entrevista con un matrimonio keniata; mientras la mujer hablaba y hablaba sin descanso, el marido asentía medroso y reverencial a sus palabras, mudo como una estatua. Su Santidad comía todos los domingos con el cardenal Deskur, al que quería como a un hermano; Deskur había sufrido un ictus cerebral, pero la adversidad no había disminuido su talante jocoso. Al Papa le encantaba que el cardenal Deskur le contase los chistes que circulaban por el Vaticano, chistes que solían elegirlo invariablemente como protagonista y que él acogía con carcajadas de regocijo. -Una sonrisa merodea los labios de monseñor Alonso, súbita como una liebre-. Pero, por pudor, los omitiré».

Este cronista, algo menos púdico que monseñor Alonso, se atreve por el contrario a confiarles uno de estos chistes, muy divulgado en los mentideros vaticanos y que, según le consta, provocaba la hilaridad del Pontífice difunto: «Ha llegado la hora de que los cardenales Carlo Maria Martini y Joseph Ratzinger y el mismo Papa Juan Pablo rinden cuentas ante Dios. San Pedro los aguarda ceñudo a las puertas de cielo y los ordena pasar de uno en uno a su despacho. Martini es el primero en afrontar la entrevista; al poco vuelve mohíno con los otros dos y les confía: «. El siguiente en someterse al rapapolvo es Ratzinger; vuelve contrito y declara a sus compañeros: «. El Papa se dispone a pasar el mal trago; al rato regresa resignado: »».

Episodios dolorosos

En los almuerzos con Deskur, salpimentados de chanzas, asistía con frecuencia Sor Tobiana Pobodka, el ángel custodio de Juan Pablo II, vigía insomne de su salud, que con frecuencia lo forzaba a infringir el muy severo ayuno que el Pontífice se imponía: «Ya lo ve, Don Alonso -decía Su Santidad con sorna-: el cardenal y yo compartimos director en el seminario, allá en nuestra juventud; ahora, en nuestra vejez, compartimos madre superiora».

No todos los recuerdos que Joaquín Alonso guarda del Papa difunto son festivos, sin embargo; algunos permanecen asociados a los episodios más dolorosos de su biografía: «En marzo de 1994 viajé con nuestro Prelado, Álvaro del Portillo, a Tierra Santa; desde Jerusalén, después de celebrar su última misa en el Cenáculo, don Álvaro escribió una postal al Pontífice, en la que se despedía asegurándole que permaneceríamos fideles usquam mortem. A las pocas horas de llegar a Roma, monseñor Del Portillo fallecía de edema pulmonar, en mitad de la madrugada; aquellas palabras cobraban repentinamente un sentido premonitorio. Al amanecer, llamé a don Stanislaw Dzwiwisz para comunicarle la triste nueva. Esa misma tarde, Su Santidad visitó la capilla ardiente; de hinojos en el reclinatorio, rezó una Salve que nos puso los pelos de punta». Las manos delgadísimas de don Joaquín, que no han parado de agitarse durante la entrevista, como pájaros en desbandada, se posan un momento y se entrelazan, buscando un nido de momentáneo silencio; observo entonces que la edad las ha empezado a salpicar de manchas sigilosas. Pero enseguida recupera el brío y su sintaxis de ametralladora: «Escuchar. El Papa sabía sobre todo escuchar. Incluso a alguien tan insignificante como yo». Se ha puesto de pie, esbelto como un junco; en su gracioso seseo, muy celosamente preservado, se esconde el mejor homenaje al hombre que gustaba de repetir, como en una letanía andaluza: corasón, corasón, corasón.