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CINCO MINUTOS DE CONVERSACIÓN
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RAMÓN BAENA
Habían pasado muy pocos días desde que mi amigo se había enfrentado a una intervención quirúrgica seria. El día que volvió a casa fui a verle porque tenía verdaderas ganas de tener una conversación tranquila, lejos de los tubos, la asepsia y el constante trajín de una habitación de hospital, cosa que por favor no es que tenga prejuicios, sobre el entorno, al revés, que me es muy familiar y donde gracias a Dios me encuentro muy agusto en compañía de los que sufren que siempre se es útil, para poner alguna palabra de consuelo que siempre se agrádece, desde el lecho del dolor.
Yo quería oír, conocer de su misma voz las impresiones y la huella que había quedado en mi buen amigo Frasquito, los días pasados en una cama de un buen Hospital como el nuestro, el General, y apartado de su muy activa vida, donde algunos días me comentaba que algunos debían de tener treinta horas; en su ánimo, la larga espera para la operación, la vuelta al mundo sensible después de la anestesia, los efectos del dolor y la incomodidad. Mi amigo es poco charlatán, en las reuniones apenas dice dos palabras; tiene que encontrarse muy a gusto para dejar ver lo que lleva dentro, es sevillano ( pero con muchos años entre nosotros) y ya se sabe que en aquella tierra son igual de elocuentes las palabras que los silencios.
Apenas habíamos intercambiado dos palabras cuando entró en la habitación uno de sus hijos que anda todavía por la veintena; sin preámbulos entramos en una conversación muy jugosa. Él hablaba sobre su porvenir profesional, ilusiones, algún que otro golpe que ya habia recibido, y su afán entusiasmado por su futuro; los minutos volando y se consumió pronto mi tiempo disponible. Nos dejaron solos un buen rato que aprovechamos para cambiarnos unos libros y le propuse rezar el rosario, cosa que me agradeció ya que teníamos bastantes motivos para ofrecerlo, lo principal su salud y su estado de ánimo, que ya estaba viendo claro cómo el dolor bien encauzado es un gran tesoro que el creador ha puesto a nuestro alcance, desde una visión sobrenatural, nos enseña la santa madre Iglesia, y a eso vino El Hijo de Dios al Mundo, y le aclaraba a Frasquito que gracias al Opus Dei, hoy, yo y muchas personas más, hemos sentido la vocación de sentirnos llamados por Dios para convertirnos en colaboradores de su obra.
Yo le dejé una biografía que acababa de leer y él me puso en la mano un ensayo que tenía subrayados y llamadas de atención en casi todas las páginas; no tuvo el menor pudor por dármelo con aquellas anotaciones que eran las traseras del alma de su lector. Cuando nos despedimos me comentó no se lo digas a nadie, los dolores del cuerpo no son nada comparados con los que nos produce a veces la amargura del alma. Cuando salí de su casa me detuve un rato a paladear el placer de aquella visita; dos conversaciones tan distintas y tan sabrosas; en la primera, treinta años de diferencia, el ardor y el ímpetu por romper en serio el cascarón de la vida. En la brevísima conversación de tan cortos minutos, la expresión de dos vidas ya remangadas, en el sosiego del intercambio.
Por contraste, desfilaron por mi cabeza las horas que todos pasamos en conversaciones que son siempre las mismas porque no hay nada nuevo que decirse; ni el corazón ni la cabeza han parido, porque están y no tenemos más remedio que recurrir a lo de siempre: el tiempo, los sucesos escabrosos. las horas que hablan los hijos por teléfono y lo tarde que llegan a casa por la noche; en un tiempo en que existe un empacho de información y un constante deseo de ocupar el tiempo libre, urge rescatar el placer de la conversación.
Dice el diccionario de Corominas que conversar es vivir en compañía. Por eso conversar es mucho más que hablar. Una verdadera conversación alimenta el alma, ventila los adentros, alivia la fatigas, estimula el ánimo, desahoga el corazón, enriquece el saber, y alegra el espíritu; naturalmente estoy hablando de una verdadera conversación, no del cruce de frivolidades con mezcla de acíbar y vinagre, para buscar la línea de flotación del interlocutor, ni el pavoneo insustancial de exaltar las propias hazañas y excelencias. Es bastante evidente que sólo con oír hablar y callar a una persona puede lograrse su radiografía más completa.
Espero que tampoco se confunda la conversación con el parloteo; me llama la atención la insistencia de psicólogos y pedagogos en la necesidad de la comunicación, entre padres e hijos, marido y mujer. Comparto su inquietud, pero me planteo su finalidad; en muchas ocasiones dudo si simplemente lo proponemos como el artificio de una técnica, más o menos habilidosa. Recuerdo la angustia con la que una mujer se dirigió al conferenciante después de una larga disertación sobre la necesidad de comunicarse en el matrimonio. ¿ Qué hago yo - preguntó la señora- con un marido que habla muy poco? Con buen arte el ponente salió del lance recordándole que también se puede querer con los ojos y se puede besar con la mirada. Lo fundamental para comunicarse es tener algo que poner en común; los buenos conversadores suelen hablar poco porque piensan bastante lo que dicen, saben escuchar, y miran a los ojos del otro para describir la oportunidad y el impacto de las palabras.
En definitiva, para conversar no hace falta haber recorrido casi todos los paises del mundo, ni haber sido protagonista de cientos de aventuras; hace unos días leía estas frases: “considera que lo más importante en la vida es dar cariño a los que lo necesitan, y éste debe ser tu objetivo, en cuanto sientes tu verdadera vocación”, Pocos Mayores se mueren de hambre, pero se mueren de soledad. Eso es tremendo. Y tiene arreglo. Y los culpables no son los políticos. Somos nosotros, cada uno de nosotros. Hace falta simplemente vivir. Vivir y pensar.
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