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Josemaría Escrivá y el Opus Dei. Mi punto de vista
Al lector que quiera conocer la biografía de Escrivá y más cosas sobre el Opus Dei, le remito a las páginas de conexiones y noticias. Por mi parte, y puesto que algún lector me lo ha pedido, puedo complementar esas informaciones con mi opinión personal.

Este texto está separado en páginas más breves en las secciones señaladas en la columna de la izquierda sobre Escrivá y el Opus Dei.

Escrivá y Colón
Me parece que puede ser interesante comparar a Escrivá con Cristóbal Colón, siempre que el lector perciba que se trata de una comparación ilustrativa a efectos pedagógicos, y que no pretendo descubrir semejanzas rigurosas entre ambos personajes. Como entre la muerte de Colón y el nacimiento de Escrivá pasaron casi cuatro siglos, supongo que queda claro que lo que pretendo aquí no es establecer una relación personal entre ambos.
Colón pasa por ser el descubridor de América, y Escrivá por ser el descubridor de la llamada universal a la santidad. Ambas afirmaciones me parecen esencialmente ciertas, y ambas admiten matices, que no son los mismos en uno y otro caso.
Colón no fue el primero en ir a América, ni el primero que pensaba que la tierra era redonda (Copérnico). Antes que Colón fueron a América —con toda probabilidad— los vikingos, y por supuesto los indios que vivían en América y cuyos antecesores habían cruzado el Estrecho de Bering decenas de miles de años antes. De modo semejante no fue Escrivá el primero en afirmar que la santidad es posible para el hombre de la calle: antes que él ya lo habían afirmado otros autores cristianos, muchos quizá de forma marginal, y otros de forma más expresa, como San Francisco de Sales o muchos siglos antes San Juan Crisóstomo, a los que podríamos asemejar con los primeros vikingos que hicieron “excursiones” a América. Incluso los primeros cristianos, a los que podríamos asemejar con los indios americanos, buscaban con naturalidad la santidad en medio de sus ocupaciones, pues habían oído hablar de santidad al mismo Jesucristo o a sus primeros discípulos.
Y sin embargo, aunque no fuera el primero en llegar a ella, Colón es el descubridor de América, porque la puso en relación con el resto del mundo. Los indios sabían que existía la tierra sobre la que vivían, pero no conocían el resto del mundo. Los vikingos hicieron pequeñas incursiones en América, de las que apenas quedó rastro: no trataron de poner en contacto América con el resto del mundo, sino con su pequeño mundo, y ni siquiera consiguieron eso. Colón en cambio fue a América y enseñó cómo ir, y los promotores de su empresa se empeñaron en integrar a las nuevas tierras en su civilización. En adelante, América no podría pasar “desapercibida”.

Un océano entre los primeros cristianos y el siglo XX
Por continuar con la comparación, Escrivá no sólo recordó la llamada universal a la santidad, sino que mostró que la santidad en la vida ordinaria es realmente posible: fue y volvió, y enseñó a otros a recorrer ese camino. El Concilio Vaticano II recordó solemnemente esa doctrina, de modo que en adelante no pudiera seguir pasando “desapercibida”. Escrivá se reencontró con esos primeros cristianos que se habían esforzado por vivir santamente trabajando como los demás, y mostró esas vidas, que habían caído en el olvido, a sus coetáneos. Eso si queremos comparar a ese salto sin solución de continuidad que Escrivá decía que había entre los primeros cristianos y el catolicismo del siglo XX, con el océano Atlántico.
Si en lugar de hacer un paralelismo entre América y la llamada universal a la santidad, en un contexto en el que el mundo la ignora, planteamos la viceversa, me parece que la comparación también resulta ilustrativa. Quienes fueron a América antes que Colón —incluso los propios indios— tenían la posibilidad de haber puesto América en contacto con el resto del mundo, pero los indios ignoraban su relación con el resto del mundo, a pesar de que sus antecesores procedían de Asia, y quienes entraron en relación con ellos no los integraron en su civilización, porque tenían otras prioridades —comercio, explorar “sin más”— o porque las circunstancias se lo impidieron.
Los indios se asemejarían, en esta perspectiva, a las personas —cristianas o no— que en la práctica ignoran que pueden y deben luchar por ser santos. Algunos han venido a recordárselo, pero o bien no hacían de esta doctrina el punto esencial de su mensaje o, por los avatares de la historia, su mensaje no cuajó. Escrivá sí lo convirtió en el punto central de su predicación y de su vida, y me parece que puede decirse que consiguió que su mensaje cuajara. ¿Fue esto una casualidad del destino o se debía a méritos propios del personaje?

Las limitaciones de una comparación
En este punto me parece más difícil continuar la comparación entre Colón y Escrivá: aparecen las diferencias propias de toda comparación por muy pedagógica que sea. Colón no fue solo a América, y su empresa hubiera sido poco menos que imposible de no contar con el apoyo de los Reyes Católicos, que además fueron los últimos de una serie de reyes a los que propuso que le apoyaran. Colón pudo haber sido un explorador vikingo más. Colón no buscaba América, sino la China, que ya era conocida, y de hecho murió sin saber que había descubierto un nuevo continente. Colón, además, podría haber sido un personaje sanguinario o ávido de dinero, y ello no le restaría el mérito de haber descubierto América.
A diferencia de Colón, Escrivá sabía bien adónde iba. También a diferencia de Colón, su empeño no era una idea personal, una ocurrencia que como la de Colón podía parecer descabellada —la de Colón lo era: incluso quienes aceptaran que la tierra era redonda podían saber que con los medios de la época Colón no llegaría tan lejos como debía estar y de hecho estaba China—; Escrivá no presentaba su doctrina como ocurrencia personal, sino como un mensaje, sacado del Evangelio, que Dios le había encargado que predicara y encarnara. A diferencia de Colón, Escrivá no dependía del patrocinio de los poderosos para arrancar en su empresa: al principio sólo tenía “26 años, la gracia de Dios y buen humor”, y no acudió a reyes sino a enfermos para que le apoyaran con su oración.
Colón extendió los dominios de los Reyes Católicos, y con ellos la fe católica: pero esto dependía sólo en pequeña parte de la rectitud de la conducta del descubridor. Colón abrió, si se quiere, las puertas de América a la fe, como también a otras muchas cosas procedentes de Europa. Colón seguiría siendo el descubridor de América aunque la fe católica no se hubiera extendido en América.
Escrivá, en cambio, fue inicialmente el instrumento único para difundir un mensaje que debía llegar hasta los confines de la tierra: por eso decía que “fundadores del Opus Dei no hay más que uno”. En aparente paradoja decía que el Opus Dei no lo había fundado él, sino Dios, y que él no era más que “un fundador sin fundamento”: porque trataba de imitar a Jesucristo y de que otros lo imitaran. Así que, del mismo modo que Escrivá fue el instrumento para fundar el Opus Dei, el Opus Dei fue el instrumento preciso que Escrivá tenía que fundar para que la llamada universal a la santidad no fuera una teoría, sino una realidad viva.
Colón puede entenderse sin América, y América sin Colón; pero Escrivá y el Opus Dei no pueden entenderse el uno sin el otro, y ninguno de los dos puede entenderse sin comprender la llamada universal a la santidad.

Opus Dei: La diferencia entre “un camino para todos” y “el único camino”
Si he dicho que el Opus Dei no puede entenderse sin entender la llamada universal a la santidad, ésta no puede entenderse sin comprender —al menos un poquito— quién es Dios y quién es el hombre (o “quiénes somos los hombres”). El Opus Dei puede entenderlo un cristiano, un creyente de cualquier otra religión, y también un ateo, siempre que busque honradamente la verdad. Por buscar honradamente la verdad entiendo simplemente no ser un cínico, o más bien no estar en estado de “cinidez”.

Quién es Dios y quién es el hombre
Todo hombre con uso de razón encuentra en su interior una voz —su conciencia— que le dice “haz el bien y evita el mal”: llevar esta máxima a la práctica sería imposible si no pudiera conocer con su razón la verdad de las cosas, y querer su bondad con su voluntad. Todo hombre es consciente de que es libre de emprender o no esa búsqueda, y de querer o no el bien cuya verdad percibe. El cínico decide ignorar esa verdad, y hacer lo que le da la gana al margen de que sea o no bueno. Pero ni siquiera el hombre más cínico puede anular su propia libertad, y su capacidad de volver a hacer caso a su conciencia: por eso me parece mejor no hablar de hombres cínicos, sino de personas en estado de “cinidez”.
Si no podemos hacer que las cosas dejen de ser reales, verdaderas y buenas, si no podemos borrar la voz de la conciencia y hacer que nos diga simplemente “haz lo que te venga en gana”, es que nos falta capacidad para hacerlo: no porque no lo hayamos (“los hombres” o “algunos hombres”) intentado. Y si esas realidades existen, es que existe otra fuerza superior que las ha puesto ahí. Y a esa fuerza la podemos llamar Dios o la podemos llamar como nos venga en gana, pero no podemos negar su existencia sin caer en estado de cinidez. La existencia de Dios nunca será evidente, y no tiene por qué ser comprendida siempre con claridad, pero nadie puede adquirir una certeza fundada de que no exista: no vemos la fuerza, pero sí cosas que sólo su fuerza puede haber hecho.

El problema del mal y la libertad humana
Las imperfecciones en las criaturas no indican más que su limitación: que no son Dios. El que un hombre sea ciego sólo nos indica que no es la vista lo específicamente propio del hombre. Lo específicamente propio del hombre es esa libertad racional que la conciencia pone al descubierto. El que determinados instrumentos —como la vista— nos ayuden a ejercer la libertad, no implica que sean necesarios. Pero, si no existe un mal hecho por Dios, ¿significa eso que no lo hay en absoluto? ¿Todo mal es estrictamente limitación propia de los seres que no son Dios?
Si todo hombre siente en su conciencia la llamada del bien, la experiencia nos muestra que todo hombre siente también cierta inclinación a la rebeldía frente al bien, ese hacer lo que a uno le venga en gana. Pretender que ese estorbo objetivo para hacer el bien haya sido puesto por Dios “para fastidiar” no es compatible con la bondad divina: nos guste o no, hay que admitir que es el propio hombre quien ha estropeado “la máquina”. Si a alguno le resulta complicado llamar pecado original a esta inclinación, que la llame de otra manera.
Si hay guerras y crímenes, es porque Dios hace el bien de respetar la libertad que ha decidido dar al hombre. Existe un mal distinto a la simple limitación de los seres, un mal que tiene su causa en el abuso de la libertad: a ese mal llamamos pecado. Y en la medida en que ese mal no es mera limitación, debe ser reparado.

La justicia divina y la necesidad condicionada de la Encarnación
Aún aceptando que la inclinación al mal que llamamos concupiscencia no ha sido obrada por Dios, no cuadraría con la justicia divina que no diera a cada hombre medios para superarla: le estaría pidiendo, por medio de la conciencia, más de lo que puede dar.
Dios no sería perfecto si no hiciera todo de forma excelente. Podría haber suprimido la concupiscencia y que todo fuera de nuevo igual que antes: que no costara esfuerzo seguir el bien. Pero respetó la decisión humana. Puesto que, una vez aparecida la concupiscencia, el hombre tendría más difícil encontrar el camino del bien, la solución más excelente para dar a cada hombre los medios para obrar el bien sin violentar la voluntad humana (sin hacer “borrón y cuenta nueva”) fue que Él mismo se hiciera hombre y mostrara a cada hombre el camino. De esta forma, puede decirse que el pecado de los hombres ha obligado a Dios a encarnarse para mostrarnos el camino que ya no vemos claro.
Los cristianos creemos que Jesucristo es el Dios encarnado —que es Dios y Hombre—, y tenemos motivos para creerlo. No me extenderé ahora en esos motivos, me parece que basta con comprender que no es absurdo, que no supone una imperfección en Dios.
Jesucristo se presentó como modelo “manso y humilde de corazón”. Podía haber presentado su ejemplo con autoridad “arrogante”, pues no tenía pecado ni concupiscencia, ni más debilidad que la que la que se auto impuso en su actuar humano sin dejar de ser Dios: el estar sometido al cansancio, al hambre, la sed, y demás limitaciones humanas distintas del pecado. Pero le importaba que su ejemplo fuera útil para los demás hombres, que sí tenemos concupiscencia, y por eso recalcó la importancia de la actitud humilde del hombre que pide fuerzas a Dios mediante la oración; aunque Él, en cuanto Dios, no necesitaba orar.
Esta sería la historia de la redención de los hombres por Jesucristo. Pretender agotar la comprensión de esta historia es, como el mismo verbo dice, pretencioso, ya que me parece que sólo Dios comprende perfectamente a los hombres y sólo Dios comprende perfectamente la forma que Él mismo elige para responder a los aciertos y desaciertos de los hombres. Pero voy a arriesgarme a contar cómo yo lo entiendo.

La Redención, obrada por Jesucristo ayer, hoy y siempre
Dios sabía que los hombres necesitaban de la ayuda que él mismo les prestaría encarnándose, pero igualmente que les iba a costar seguir ese ejemplo. De modo que antes de encarnarse dio algunos pasos importantes, y otros los dio después. Los pasos previos fueron seleccionar un grupo de gente al que prepararía para seguir el ejemplo de Jesucristo: desde Abraham, pasando por Moisés y demás profetas y caudillos de Israel. Israel debía ser un pueblo que comprendiera que no hay más que un Dios, que es omnipotente y bueno, y que fuera consciente de que los hombres habían pecado, y de que necesitaban un redentor que fuera Dios y Hombre.
Llegada la hora de la verdad, sólo una pequeña parte de los israelitas aceptó al Mesías: de nuevo éxito y fracaso de Dios, que no quiso violentar la libertad humana. Esos pocos que lo aceptaron fueron el nuevo pueblo de Dios, la Iglesia. La llamada de Dios seguía siendo, sin embargo, para todos: una llamada universal a la santidad, a hacer el bien en todo momento. Así lo comprendieron los primeros cristianos, que pusieron manos a la obra para difundir la buena nueva. Y de nuevo éxitos y fracasos. La buena nueva cuajó realmente, pero la llamada universal a la santidad cayó en el olvido.
Antes y después de Jesucristo ha existido la búsqueda sincera del bien dentro y fuera de la Iglesia. Pero, en general, quienes más buscaban la santidad, optaron por vivir separados de los demás, haciéndose religiosos —porque Dios así se lo pedía—, y la mayoría de los laicos interpretó esta vocación de los religiosos como si significara que los laicos no tenían auténtica vocación a la santidad, sino sólo a hacer el menor mal posible. El ejemplo de Jesucristo perdió actualidad en muchas personas. Dios tiene sus caminos y sus tiempos, y elige siempre los mejores. No quería que la llamada universal a la santidad cayera en el olvido, pero cuando así fue, no lo impidió. Para ese caso, tenía preparada una institución que ayudara a los hombres a comprender y vivir mejor la llamada universal a la santidad.

Una única llamada a la santidad y muchos caminos para seguirla
Josemaría Escrivá podía haber dado, como tantos otros santos, un ejemplo personal, o si es caso fundar una orden religiosa. Pero entonces no habría reavivado la llamada universal a la santidad, sino la llamada a un tipo particular de santidad. Me parece que las preguntas más difíciles de comprender son: ¿por qué necesitaba Dios una institución para reavivar la llamada universal a la santidad? y ¿cómo saber si el Opus Dei es esa institución? Vayamos con la primera.
¿No bastaba para ello la Encarnación y Redención obrada por Jesucristo, y con la Iglesia como institución que las continuaba? Para entender la respuesta, me parece que hay que insistir en que la redención es un hecho histórico y no es un hecho puntual. ¿Para qué necesitaba Dios patriarcas y profetas si se iba a encarnar Él mismo? ¿Para qué necesita Jesucristo papas y obispos, o sacramentos, si está Él mismo presente entre sus discípulos todos los días hasta el fin del mundo? La respuesta es que Dios no necesita para nada de ninguna criatura. Somos los hombres los que necesitamos esas cosas. Y lo mismo que Jesucristo no se encarnó al día siguiente de que Eva y Adán cometieran el pecado original, Dios tenía previstos todos los pasos con los que acudiría en ayuda de los hombres, incluidos la fundación de la Iglesia, y del Opus Dei dentro de la Iglesia.
Jesucristo fundó la jerarquía de la Iglesia al dar a sus apóstoles la misión de difundir el camino cristiano por todo el mundo. Si para hacerlo veían conveniente fundar instituciones auxiliares, como un hospital, un colegio, o una universidad, eso no significaba que tales instituciones formaran parte de la jerarquía de la Iglesia, aunque tengan relación con ella. Lo único necesario eran las personas de los apóstoles, y su continuidad a través de los siglos, encarnada en las personas de los papas y los obispos.
Todas las personas morimos, y por tanto esa continuidad requiere un relevo, que da lugar a las diócesis como institución: en ellas se encuentra presente la plenitud del sacerdocio —de la fuerza salvadora de la Redención— que Cristo transmitió a sus apóstoles. Entre las diócesis tiene el primado la Sede Romana, pero toda diócesis es una expresión de la plenitud de la Iglesia: la jerarquía católica, para quienes tienen fe en la eficacia salvadora de la institución creada por Jesucristo, no es una empresa que adapta su organigrama a la evolución de la sociedad. Cuando la jerarquía incorpora a sí una diócesis, no hace sino reconocer la presencia de Cristo entre los cristianos de una región, designando a un obispo para que los gobierne en nombre de Cristo.

Para qué sirve el Opus Dei
Al encontrarse con el Opus Dei, la jerarquía de la Iglesia reconoció —primero por medio del obispo de Madrid, lugar donde se fundó en 1928; después por el Papa— que no se trataba de una iniciativa particular destinada a promover determinadas formas de santidad, sino que fomentaba la llamada universal a la santidad como parte esencial de toda vocación cristiana. Cualquiera podría decir que viene de parte de Dios a proclamar la santidad para todos: por este motivo, la Iglesia estudió el caso y concluyó que Josemaría Escrivá no era un visionario, sino una persona que respondía a una llamada de Dios. La doctrina de la llamada universal a la santidad fue solemnemente recordada por el Concilio Vaticano II.
¿Bastaba con eso? ¿Podía disolverse el Opus Dei una vez proclamada a los cuatro vientos una doctrina que se había olvidado? Josemaría Escrivá decía haber sido llamado por Dios no sólo para recordar esa doctrina, sino para reunir un grupo de personas de toda condición que ejemplificara el que esa doctrina puede ser llevada a la práctica. Entonces surgen dos preguntas: ¿no es pretencioso poner a determinadas personas como ejemplo de santidad? Y, supuesto que deban existir, ¿no les basta con ser una asociación como otras tantas? En este caso, empezaré tratando de responder a la segunda pregunta.
Todo cristiano está llamado a la santidad, y además lo estará a buscarla sirviendo a los enfermos, o mediante la enseñanza, o retirándose en un convento. El medio puede ser diverso, pero el fin no puede faltar. Y así hay quien se asocia en una congregación para buscar la santidad en un monasterio, como puede haber una asociación de comerciantes que se ayudan mutuamente para buscar la santidad. La gente del Opus Dei, en cambio, no se asocia para lograr uno de estos medios particulares, sino sólo para ver cómo ayudar al resto de las personas a que, estén o no también involucradas en formas concretas de buscar la santidad, no pierdan de vista el fin que persiguen.
La jerarquía católica consideró que el Opus Dei no era una manifestación de un determinado estilo de búsqueda de la santidad, sino una manifestación necesaria para la vitalidad de la Iglesia. Por eso Juan Pablo II consultó con todos los obispos del mundo antes de darle su forma jurídica definitiva el 28 de noviembre de 1982. Al constituir el Opus Dei como prelatura personal, como parte de la estructura ordinaria de la Iglesia católica, lo que hizo Juan Pablo II fue asumir que el Opus Dei es parte integral de la Iglesia: que es Dios quien la ha fundado, que forma parte de la Iglesia —ayer hoy y siempre—, tal como la quiere Jesucristo, aunque haya esperado hasta el siglo XX para que surgiera. Es un “reconocimiento” semejante al que se hace al constituir una nueva diócesis: se reconoce que es Dios quien obra en ella, y que no obra de un modo particular.
Existe una diferencia entre el Opus Dei y las diócesis: mientras que éstas manifiestan la plenitud de la Iglesia a nivel local, el Opus Dei manifiesta una parte imprescindible del mensaje cristiano en cualquier parte del mundo; por eso no es una diócesis más en comunión con las demás, sino una estructura que obra en cada diócesis en comunión con el obispo local al servicio de una misión universal: actúa en las personas del Opus Dei en cada diócesis con una jurisdicción que no disminuye, sino que refuerza, la del obispo.

Los fieles del Opus Dei, ¿son un modelo de santidad?
El Opus Dei tiene algo que decir a todos y cada uno de los hombres. Porque la llamada universal a la santidad es el camino de cada persona. En cambio, ser del Opus Dei es sólo el camino particular de algunos: de aquellos para los que Dios quiere que den testimonio de cómo funciona esa llamada universal a la santidad, de modo que ésta nunca más caiga en el olvido.
Recuérdese que dar ejemplo, en clave cristiana, significa recordar que somos débiles y que en todo momento debemos apoyarnos en Dios: las personas llamadas al Opus Dei no son, por tanto, ni mejores ni más fuertes que los demás, e incluso, de tener que decir algo a este respecto —lo que seguramente será pretencioso—, quizá fuera más exacto pensar que Dios elegirá para que sean del Opus Dei a quienes son más débiles y necesitan apoyarse más en Él. No son sólo ellos, sino todos, quienes tienen que ser santos. Su mensaje no es: aquí estamos los llamados a ser santos, y los demás que hagan lo que puedan (equivaldría a negar directamente el mensaje); sino: para que veas que tú también puedes ser santo, no tienes más que ver que yo, siendo más débil (o al menos no más fuerte que tú), puedo serlo, siempre y cuando no me fíe de mis propias fuerzas sino de las de Dios.
Dicho de otro modo, los miembros del Opus Dei no son ejemplo de santidad, sino que han recibido una llamada para dar ejemplo de cómo cualquier persona puede tratar de ser santo. El que lo sean o no, depende en primer lugar de que Dios ponga la santidad que de ellos quiere, y después de la generosidad con que cada uno de ellos responda.