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El régimen de Franco (1939-1975)
Franco estableció su primer gobierno el 1 de enero de 1938, pero me parece interesante explicar su régimen, su dictadura, a partir del final de la guerra civil (1 de abril de 1939). Porque entonces es cuando empezó a ser un régimen “extraño” también para algunos de sus coetáneos. Es difícil para una democracia, donde las decisiones se discuten, llevar con éxito una guerra (pero no imposible). Por eso desde tiempos inmemorables (desde los romanos al menos), muchas sociedades han previsto (como posibilidad, casi nunca como ideal) la institución de la dictadura: los romanos trataron de ponerle un límite temporal, a sabiendas de que el poder crea adición, y de que dar todo el poder a una persona es un riesgo grande. Los suizos, que son a su manera muy demócratas, lo saben también, y por eso sólo en caso de guerra o movilización nombran un general (ni siquiera le dan el título de dictador) al que dan poderes extraordinarios: así hicieron durante las dos guerras mundiales del siglo XX. Pero volvamos a España, y centremos la cuestión en los católicos y el Opus Dei.

En su libro sobre El colapso de la República, Stanley Payne concluye que el principal error de la Segunda República Española fue pisotear los derechos cívicos de los católicos. Partiendo de esta percepción, muchos católicos vieron con simpatía —o al menos como algo inevitable si se quería “poner orden”— la sublevación militar del 17 de julio de 1936.

Este dato, esta suposición, me parece interesante, pero hasta cierto punto irrelevante. Sería relevante si “los católicos” como tales hubieran organizado o al menos tomado parte en la organización de la sublevación, cosa que no se dio (a no ser que se quiera identificar como “los católicos” a los carlistas) y porque, tras la sublevación, se produjo una persecución religiosa en la que murieron, sin causa justa (suponiendo que haya causas justas para dar muerte a personas), decenas de miles de católicos en un breve plazo de tiempo (el mes más sangriento fue agosto, lo que no significa que la persecución tuviera menor intensidad en julio, ya que empezó mediado este mes). Esto hizo que los católicos se adhirieran, por simple instinto de supervivencia (lo cual no impide que hubiera otros motivos) a los militares.

La justicia de los otros motivos se puede poner en causa, defender la propia vida es en cambio un derecho inalienable, y defender la de los demás (familia, clero, católicos en general), una obligación. De modo que me parece difícil acusar a los católicos por haber apoyado al bando nacionalista (alias “nacional”) durante la guerra. Esto incluye una excepción: las provincias de Vizcaya y Guipúzcoa, donde la persecución religiosa tuvo menor intensidad, las iglesias permanecieron en su mayor parte abiertas, y defender al gobierno no implicaba directamente perseguir a los católicos. Claro que, en la medida en que la guerra en el País Vasco estaba vinculada a la guerra española, las autoridades religiosas (obispos y Santa Sede) consideraron que no era lícito a los católicos vascos continuar la guerra en el bando republicano.

En resumen, me parece claro que, hasta el fin de la guerra, no tiene sentido considerar como opción ilegítima para los católicos la de apoyar a Franco, en el contexto “cultural” (o de falta de cultura, porque eso es en definitiva lo que da lugar a las guerras) en que se encontraban: la crispación de la época republicana, y finalmente la persecución a muerte contra los católicos desatada tras la sublevación militar. Más bien eran entonces los católicos que no se sumaron a la sublevación (Partido Nacionalista Vasco principalmente), quienes se sentían obligados a dar explicaciones.

El “problema” empieza cuando deja de ser explicable que haya una dictadura: con el final de la guerra. Franco tenía muchos argumentos para prolongar la dictadura —que los españoles eran un pueblo muy anárquico y había que poner orden, la guerra mundial—, pero no con los plenos poderes que le había dado la junta militar el 28 de septiembre de 1936 al nombrarlo Jefe del Estado Español “mientras durase la guerra”. En realidad, un observador avispado ya podía haberse “olido la tostada” al oír como, el 1 de octubre, en el discurso donde anunciaba su nombramiento, Franco añadía el cargo de Generalísimo de los Ejércitos de Tierra, Mar y Aire y suprimía la única limitación (temporal) que había puesto la Junta de Defensa Nacional.

Franco comenzó pronto a realizar cambios —quitar poder a Serrano Súñer y la Falange, convocar Cortes, aprobar el Fuero de los Españoles, dar entrada a ministros “católicos” oficiales—, en la medida en que se lo exigían las circunstancias (pérdida de poder de los alemanes y presiones aliadas a favor de la monarquía y de la democracia). Pero su poder personal fue, hasta su muerte, omnímodo. Éste era el principal “problema”, y como tal lo captaron también los propios generales que le había elegido, al menos Kindelán y otros ocho tenientes generales, que en agosto de 1943 le escribieron una carta recordándole respetuosamente que no le habían elegido para “eso” y que quizá había llegado el momento de restaurar la monarquía (ver al respecto este artículo del historiador Fernando de Meer).